¿Podemos cuidar al otro sin complacerlo?
Creo que es muy fácil caer en la trampa de querer cuidar a los demás y terminar por complaciéndolos, olvidándonos de cuidarnos a nosotros mismos. La línea que separa donde está el otro de uno mismo parece muy fina y difusa. Nos hacemos un lío y nos ocupamos de cosas de los demás, para no ver nuestros propios problemas ni afrontarlos, de frente. Cuando nuestra vida gira entorno a satisfacer el deseo ajeno o a gestionar los problemas del otro estamos condenados a sufrir porque básicamente, no podemos salvar al otro, ya que cada uno es responsable de si mismo.
En ese sentido, podemos caer facilmente en el paternalismo y la superioridad moral de decirle a la otra persona cómo tiene que vivir su vida y así nos olvidámos de nuestros propios conflictos y retos ante la vida. Por lo que considero importante, ser críticos con nosotros mismos.
Las mujeres (no todas, aclaración obvia) tenemos más predisposición a ser las otras y las complacientes en mirar por los demás. Y las mujeres que salen de esa posición, suelen ser miradas desde la sospecha. En ocasiones, denominadas como «poco femeninas». Se nos juzga por no ser mujeres «de verdad». Me llama la atención ese perfil de hombre que refiere querer a su lado mujeres «amables y predispuestas». Traducción: mujeres que no cuestionen, que no piensen, y que en definitiva, estén allí para ellos, haciéndoles sentir hombres y reforzando ese ideal de masculinidad, también lleno de exigencias morales e ideas de fortaleza y omnipotencia.
Los hombres (no todos, aclaración obvia) en el centro, las mujeres a un lado, acompañando, sosteniendo, nutriendo, aguantando. Y eso si, sonriendo, siempre. Depresivas, tristes, cansadas, pero alegres.
Abuelas, madres, hermanas, tías, sobrinas, niñas en general. Educadas y criadas para realizarse como mujeres a través de la mirada ajena. Ese ideal de mujer todopoderosa, perfecta y ser luminoso que esconde todas las sombras bajo la falda, en los fogones de un hogar aparentemente perfecto, internamente roto; ajeno. Como un sueño, construyendo su vida como si fuera una película romántica. Vivimos nuestras vidas como lo que nos gustaría que fueran, no como lo que realmente son.
Nos han contado una mentira de lo que significa «ser mujer de verdad» y seguimos intentando ser otras. Esa peligrosa idealización de la mujer que la somete a ocupar un rol y a ejercer unas funciones disfrazadas de buenismo bien intencionado. Aparentando ser buenas, sin malas intenciones, sin ser violentas ni agresivas, ni manipuladoras. Mejor estar calladitas,comportarse, ocultar y negar nuestra propia rabia. Y eso significa no ser un ser humano. Vivir en una performance constante. Acumular rabia para que después salga de forma indirecta.
A las mujeres se nos enseña a ocupar dos posiciones básicas: o la virgen o la puta. La buena y la mala. La mujer de verdad, la pura, la respetada, y la otra, la que satisface los deseos masculinos. Estas dos posiciones limitan nuestra capacidad de ser y de desarrollarnos como individuos, más allá de estas dos categorías, y tienen un peso muy grande en nuestra sociedad.
Desde fuera todo parece perfecto, pero por dentro, muchas mujeres sentimos odio hacia nosotras mismas, no aceptamos nuestro cuerpo, nos comparamos constantemente con las demás, luchamos y competimos para ser las mejores, las más deseadas, la mas MUJER. La doble cara, el doble juego. Dos identidades contrapuestas en una misma persona. Máscaras, disfraces. Tristeza, mucha tristeza.
Pero la pregunta es ¿Qué significa ser mujer para cada una de nosotras? ¿Y cómo de alejado de nosotras mismas se encuentra ese ideal?
La realidad es que hay tantas mujeres como personas y tantos hombres como personas. En fin, que hay personas, en el centro. Uno no es únicamente por su sexo y/o género. Eso no dejan de ser condicionantes, aspectos que tienen que ver con nuestro ser, características. Pero no lo son todo. Son una parte.
Todos; hombres y mujeres estamos enredados en este lío dicotómico masculino-femenino. Entendiendo nuestras expresiones de género como dos cajitas bien limitadas y clasificadas. Verdaderas por naturaleza, incuestionables e inamovibles. Intentando ser aquello que no somos, pero adaptándonos para poder ser respetados y aceptados por el resto en una sociedad en la que castigamos todo aquello que sale de la norma. Que castigamos lo diferente. Que no pensamos, que juzgamos y caemos en el error del prejuicio. Una sociedad en la que antes de preguntar, hablamos mal de los demás.
Nosotras nos olvidamos de nosotras mismas y ellos no se hacen responsables de sí mismos. Ellas predispuestas y complacientes 24/7. Ellos aparentando fortaleza y seguridad. El cuadro perfecto: tu no te responsabilices de ti, que yo te cuido. Porque prevalece el no quedarnos solos, a la infelicidad. Cuanta tortura y exigencia. Cuanta máscara y cuanta huida. Cuanto miedo. Tendríamos que hacernos la vida más fácil entre todos y parece que somos nuestros peores enemigos.
Nos fusionamos, simbiotizamos y, desaparecemos.
Dejamos nuestra individualidad a un lado para ser mirados y aceptados de manera incondicional. Nos dejamos manipular y sucumbir. Somos niños que no quieren afrontar el reto de vivir.
Podemos no ser egoístas y cuidar a las personas que amamos sin confundirnos con el otro. Podemos ser solidarios, empáticos, cariñosos, comprensivos, sensibles, pero para eso no es necesario complacer ni obedecer constantemente. Tampoco olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos al otro de manera incondicional. Hay miedo a ser uno mismo. A hacer según nuestro criterio. A equivocarnos y a darnos cuenta de que no somos perfectos. A salir de esa imagen que nos habíamos creado de nosotros mismos. A esa burbuja de pseudofelicidad.
Podemos cuidar al otro desde la presencia, la escucha y la responsabilidad afectiva. Podemos seguir nuestro propio deseo, respetar el del otro, empatizar, y ser amados igualmente por quien somos y por quien es el otro, pero de verdad. Y aquí está el motor para seguir desarrollándonos como personas. Seguir aprendiendo, equivocándonos, amando, rectificando, avanzando, viviendo.